Había
una vez, en el sur de China, en lo alto de una montaña, un hombre muy
espiritual, el cual practicaba mucho el taichí. Era muy calmo y bastante
callado. Por lo general, era muy paciente.
Un
día, su hermoso perro color chocolate, empezó a ladrar.
- ¿Qué le pasara al perro? – dijo el chino, quien estaba concentrado en su práctica físico-espiritual. El señor fue a ver qué era lo que le sucedía a su perro, que por lo general era tan calmo como él. Cuando llegó al pequeño jardín donde el animal estaba, él dijo: “¡Qué alboroto!”, e inmediatamente se dio cuenta de que se trataba de un ave. Para que el perro dejara de ladrar y para que él pudiera volver a su práctica de taichí, le abrió la puerta para que entrara a la casa. En ese preciso instante el perro dejó de ladrar y se sentó al lado de la puerta.
- ¡Al fin se calmó! – dijo el señor. El maestro, aliviado, volvió a su lugar espiritual.
- ¿Qué le pasara al perro? – dijo el chino, quien estaba concentrado en su práctica físico-espiritual. El señor fue a ver qué era lo que le sucedía a su perro, que por lo general era tan calmo como él. Cuando llegó al pequeño jardín donde el animal estaba, él dijo: “¡Qué alboroto!”, e inmediatamente se dio cuenta de que se trataba de un ave. Para que el perro dejara de ladrar y para que él pudiera volver a su práctica de taichí, le abrió la puerta para que entrara a la casa. En ese preciso instante el perro dejó de ladrar y se sentó al lado de la puerta.
- ¡Al fin se calmó! – dijo el señor. El maestro, aliviado, volvió a su lugar espiritual.
Luego
de un rato su mascota volvió a ladrar. Otra vez el maestro fue al jardín y se dio cuenta de que, sobre la mesa
de exterior, estaba posada la misma ave que hacía rato no aparecía. Pensando y
pensando, al gran hombre se le ocurrió una lúcida idea: su plan era enjaular al
ave, adoptarla como mascota y mantenerla lejos de la vista del perro.
Y
así fue como el perro, el ave y el practicante, volvieron a hacer que la paz
reinara en esa humilde casa.
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